Al despertar saqué los tapones de mis oídos. La tensión acumulada durante la noche, al no poder escapar por el conducto auditivo, ocupó mis ojeras. Unos nuevos vecinos se instalaron en el piso vacío de al lado hace unas semanas. El tabique de mi habitación cocina-comedor-dormitorio, es tan fino, que puedo oír el chorrillo del pipí de mis “amigos”. Aparte de las diferentes micciones familiares, me suelen maravillar con simpáticos discursos. Ayer me acosté con la charla: “Raúl e Higuaín son dos inútiles” y “Manolo Chávez es ministro porque asín ya tiene un sueldo patoala vida”. Supongo que el dueño de la constructora de mi edificio, Ávila Rojas, no tendrá ese problema (me refiero al del tabique no al del dinero). Ni tampoco sus hijos. Ni tampoco sus nietos. Ni tampoco los nietos de sus nietos.
Yo tenía un bonito dormitorio, a secas, donde dormía a pierna suelta. Ahora es un dormitorio-cuarto trastero. Tuve que marcharme de allí a mi otra y multiusos última habitación de la casa, debido a otra familia de cavernícolas que tengo en el lado oeste. Papa troglodita, mamá, hijo e hija accnéicos y por supuesto de herencia paleolítica. El niño a sus 14 años solo sabe gruñir y berrear. No necesita más, con media docena de sonidos diferentes puede comunicarse con los rugidos de mamá y satisfacer sus necesidades básicas. La cavernícola adolescente también me ameniza con sus conferencias y monólogos. Entre los más destacados cabe mencionar: “Mi novio es gilipollas”, “Mi novio ya no me quiere” y “¿Por qué mi hermano se toca los huevos mientras yo tengo que hacer la cena? Todavía me deleita con su “cálida” voz durante mis estancias en el cuarto de baño (solo voy al ala oeste para tal menester) Así que mi situación es: cavernícolas al oeste y ahora también, cavernícolas al este. Pero ya no tengo escapatoria, no me quedan más habitaciones. Estoy arrinconado como un ratoncillo de laboratorio, moviendo mis blancos bigotillos y aferrado a mis preciosos tapones de goma-espuma amarilla. Ñam, ñam, ñam...
Soleado Jueves Santo. Desayuné y decidí irme con la bici lo más lejos posible. A un sitio donde se respirase tranquilidad. Mientras me vestía el nuevo vecino del este (geográfico no de procedencia) jugaba a la Play, al mismo tiempo su hijo lloraba porque su papá no le hacía caso. Le contaba a su adorada esposa, la “Pauli”, que se iba a comprar un Seat León para poder fardar por la autovía a 190. Para él, el coche es como una prolongación de su masculinidad. Llegué a esta conclusión tras hora y media de “quépollâ”, “notiéco-o-nes” “j-âbes” y “telo-uro” entre pedazos de discurso sobre la virilidad y el coche.
Tan solo transcurrieron 30 minutos hasta que llegué a la carretera de Cenes. Durante ese tiempo pude respirar la mitad de gases efecto invernadero que desde la ciudad de Granada vertían los autobuses de línea, esquivar a 3 coches que me pasaron a menos de medio metro arrancándome las pegatinas de la bici y sortear a varios turistas despistados con su moda turista de chanclas y calcetines blancos raya roja, raya azul.
Por fin me alejaba de la ciudad, de mi cocina-salón-dormitorio y de mis tabiques. Algún que otro coche, por cierto del tipo Seat León, me pitó a la vez que el conductor hacía aspavientos y vocalizaba lindeces, considerando que una bicicleta no tiene derecho a circular por una carretera comarcal.
Parecía que el día se relajaba mientras el desnivel de la carretera se estresaba kilómetros antes de llegar al pantano de Quentar. Pero entonces cinco motos gordas me adelantaron a toda velocidad zigzagueando como Valentino Rossi por aquellas peligrosas curvas. Dos kilómetros más allá uno de ellos permanecía con una rodilla empotrada en un guarda raíl. Estaba sentado y consciente. Consciente de que había hecho el gilipollas. Seguramente tras su recuperación dejará la moto y se comprará un Seat León. Es más seguro cuando se hace el cabra.
Bueno, la tranquilidad que buscaba debía estar más lejos, así que decidí llegar hasta La Peza. 42km 537m más allá de mis tabiques este y oeste llegué a un banco de madera a la entrada del pueblo. Un pequeño cobertizo de troncos cubría un mapa titulado Comarca de Guadix. Un autobús de Alsina Graelles con su conductor camisa azul clara, suéter azul oscuro, esperaba su salida dirección Guadix un poco más abajo. Me quité el casco, los guantes, saqué de mi mochila mi “taper” de los 101 Dálmatas, me senté y estiré las piernas dispuesto a almorzar tranquilamente en el soleado banquito.
-“.... y vamos pa MadriiiiidDDD.... Ay..., sin remordimientooooOOOO....”
Miré a mi izquierda y un camionero escuchaba la canción a todo volumen mientras lavaba su camión con un artilugio de agua a presión que chisporroteaba sin cesar. Supongo que aprovechando las vacaciones de Semana Santa. Una madre, le gritaba desde abajo a su niño que asomado al balcón miraba a papá lavar con ahínco el vehículo:
-Cierra la puerta del balcón y sal por la terrazaAAAA
-¿QuéEEE?
-Que cierres la puertaAAAA del balcóOOOn y salgas por la terazaAAAAA
-¿QuéEEE?
En fin.
-Brrrrrrrroooooooummmmmm.... tumtuntuntuntuntutn.......
Miré a mi derecha y el conductor de la Alsina había arrancado su autobús aunque permanecía parado, sin moverse. Debe tener una explicación científica pero no entiendo por qué los autobuses se arrancan con media hora de antelación. Ni que fueran un Boeing. ¿Y si fuera una falsa creencia? Como la afirmación en los años 60 de la nula diferencia entre la leche materna y las leches artificiales. O aquella de que en la política se está por vocación. O aquella que aseguraba que la tierra era plana. La cantidad de gasóleo que se podría ahorrar el mundo si los autobuses arrancasen a su hora. Pensé.
No me había dado tiempo a llevarme la primera cucharada de arroz a la boca cuando un gitanillo, de tonalidad chocolate en polvo Valor, salió de la calle de enfrente montado en una moto de esas que no levantan 2 palmos del suelo, sin casco, claro. Por supuesto con el tubo de escape roto de forma que no oía ni el chisporroteo, ni la Alsina, ni la canción del camionero, ni la madre, ni al niño que lo parió. Antes de desaparecer el pequeño motorista, un jovenzuelo “pecense” (si es que se dice así) pasó con su destartalado coche, los cristales hasta abajo y un equipo de música con cuatro altavoces como cuatro monas de Pascua (más caros que el propio coche) con el típico tema, “Chunta que te Chunta”, que hizo temblar la marquesina de la parada de bus que tenía enfrente. Además estuvo a punto de chocar con otra moto de montaña que llevaba, y nombro de delante a atrás a, imagino, padre, hijo, hija y abuelo, en plan sándwich familiar. También con su correspondiente tubo de escape trucado y por supuesto sin casco, supongo que con él, los cuatro deberían ir ladeados el primero a la izquierda, el segundo a la derecha y así sucesivamente hasta el cuarto para poder hacer su viaje por la comarca sin que el abuelo cayese por el guardabarros trasero como si de un tobogán se tratase.
Miré al cielo esperando encontrar un helicóptero fumigador o algo por el estilo, era lo único que me faltaba, y de refilón vi detrás de mí un poema grabado en azulejos de cerámica de V. L. Olalla Molinero, algún ilustre del pueblo, que me miraba fijamente a los ojos.
Hice una lectura rápida, -ahmmm-ahnmmammm-ehmnnnm,...- hasta llegar a los dos últimos versos que decían:
“... que estas son las glorias de ayer y de hoy
de nuestro pueblo La Peza”
Yo tenía un bonito dormitorio, a secas, donde dormía a pierna suelta. Ahora es un dormitorio-cuarto trastero. Tuve que marcharme de allí a mi otra y multiusos última habitación de la casa, debido a otra familia de cavernícolas que tengo en el lado oeste. Papa troglodita, mamá, hijo e hija accnéicos y por supuesto de herencia paleolítica. El niño a sus 14 años solo sabe gruñir y berrear. No necesita más, con media docena de sonidos diferentes puede comunicarse con los rugidos de mamá y satisfacer sus necesidades básicas. La cavernícola adolescente también me ameniza con sus conferencias y monólogos. Entre los más destacados cabe mencionar: “Mi novio es gilipollas”, “Mi novio ya no me quiere” y “¿Por qué mi hermano se toca los huevos mientras yo tengo que hacer la cena? Todavía me deleita con su “cálida” voz durante mis estancias en el cuarto de baño (solo voy al ala oeste para tal menester) Así que mi situación es: cavernícolas al oeste y ahora también, cavernícolas al este. Pero ya no tengo escapatoria, no me quedan más habitaciones. Estoy arrinconado como un ratoncillo de laboratorio, moviendo mis blancos bigotillos y aferrado a mis preciosos tapones de goma-espuma amarilla. Ñam, ñam, ñam...
Soleado Jueves Santo. Desayuné y decidí irme con la bici lo más lejos posible. A un sitio donde se respirase tranquilidad. Mientras me vestía el nuevo vecino del este (geográfico no de procedencia) jugaba a la Play, al mismo tiempo su hijo lloraba porque su papá no le hacía caso. Le contaba a su adorada esposa, la “Pauli”, que se iba a comprar un Seat León para poder fardar por la autovía a 190. Para él, el coche es como una prolongación de su masculinidad. Llegué a esta conclusión tras hora y media de “quépollâ”, “notiéco-o-nes” “j-âbes” y “telo-uro” entre pedazos de discurso sobre la virilidad y el coche.
Tan solo transcurrieron 30 minutos hasta que llegué a la carretera de Cenes. Durante ese tiempo pude respirar la mitad de gases efecto invernadero que desde la ciudad de Granada vertían los autobuses de línea, esquivar a 3 coches que me pasaron a menos de medio metro arrancándome las pegatinas de la bici y sortear a varios turistas despistados con su moda turista de chanclas y calcetines blancos raya roja, raya azul.
Por fin me alejaba de la ciudad, de mi cocina-salón-dormitorio y de mis tabiques. Algún que otro coche, por cierto del tipo Seat León, me pitó a la vez que el conductor hacía aspavientos y vocalizaba lindeces, considerando que una bicicleta no tiene derecho a circular por una carretera comarcal.
Parecía que el día se relajaba mientras el desnivel de la carretera se estresaba kilómetros antes de llegar al pantano de Quentar. Pero entonces cinco motos gordas me adelantaron a toda velocidad zigzagueando como Valentino Rossi por aquellas peligrosas curvas. Dos kilómetros más allá uno de ellos permanecía con una rodilla empotrada en un guarda raíl. Estaba sentado y consciente. Consciente de que había hecho el gilipollas. Seguramente tras su recuperación dejará la moto y se comprará un Seat León. Es más seguro cuando se hace el cabra.
Bueno, la tranquilidad que buscaba debía estar más lejos, así que decidí llegar hasta La Peza. 42km 537m más allá de mis tabiques este y oeste llegué a un banco de madera a la entrada del pueblo. Un pequeño cobertizo de troncos cubría un mapa titulado Comarca de Guadix. Un autobús de Alsina Graelles con su conductor camisa azul clara, suéter azul oscuro, esperaba su salida dirección Guadix un poco más abajo. Me quité el casco, los guantes, saqué de mi mochila mi “taper” de los 101 Dálmatas, me senté y estiré las piernas dispuesto a almorzar tranquilamente en el soleado banquito.
-“.... y vamos pa MadriiiiidDDD.... Ay..., sin remordimientooooOOOO....”
Miré a mi izquierda y un camionero escuchaba la canción a todo volumen mientras lavaba su camión con un artilugio de agua a presión que chisporroteaba sin cesar. Supongo que aprovechando las vacaciones de Semana Santa. Una madre, le gritaba desde abajo a su niño que asomado al balcón miraba a papá lavar con ahínco el vehículo:
-Cierra la puerta del balcón y sal por la terrazaAAAA
-¿QuéEEE?
-Que cierres la puertaAAAA del balcóOOOn y salgas por la terazaAAAAA
-¿QuéEEE?
En fin.
-Brrrrrrrroooooooummmmmm.... tumtuntuntuntuntutn.......
Miré a mi derecha y el conductor de la Alsina había arrancado su autobús aunque permanecía parado, sin moverse. Debe tener una explicación científica pero no entiendo por qué los autobuses se arrancan con media hora de antelación. Ni que fueran un Boeing. ¿Y si fuera una falsa creencia? Como la afirmación en los años 60 de la nula diferencia entre la leche materna y las leches artificiales. O aquella de que en la política se está por vocación. O aquella que aseguraba que la tierra era plana. La cantidad de gasóleo que se podría ahorrar el mundo si los autobuses arrancasen a su hora. Pensé.
No me había dado tiempo a llevarme la primera cucharada de arroz a la boca cuando un gitanillo, de tonalidad chocolate en polvo Valor, salió de la calle de enfrente montado en una moto de esas que no levantan 2 palmos del suelo, sin casco, claro. Por supuesto con el tubo de escape roto de forma que no oía ni el chisporroteo, ni la Alsina, ni la canción del camionero, ni la madre, ni al niño que lo parió. Antes de desaparecer el pequeño motorista, un jovenzuelo “pecense” (si es que se dice así) pasó con su destartalado coche, los cristales hasta abajo y un equipo de música con cuatro altavoces como cuatro monas de Pascua (más caros que el propio coche) con el típico tema, “Chunta que te Chunta”, que hizo temblar la marquesina de la parada de bus que tenía enfrente. Además estuvo a punto de chocar con otra moto de montaña que llevaba, y nombro de delante a atrás a, imagino, padre, hijo, hija y abuelo, en plan sándwich familiar. También con su correspondiente tubo de escape trucado y por supuesto sin casco, supongo que con él, los cuatro deberían ir ladeados el primero a la izquierda, el segundo a la derecha y así sucesivamente hasta el cuarto para poder hacer su viaje por la comarca sin que el abuelo cayese por el guardabarros trasero como si de un tobogán se tratase.
Miré al cielo esperando encontrar un helicóptero fumigador o algo por el estilo, era lo único que me faltaba, y de refilón vi detrás de mí un poema grabado en azulejos de cerámica de V. L. Olalla Molinero, algún ilustre del pueblo, que me miraba fijamente a los ojos.
Hice una lectura rápida, -ahmmm-ahnmmammm-ehmnnnm,...- hasta llegar a los dos últimos versos que decían:
“... que estas son las glorias de ayer y de hoy
de nuestro pueblo La Peza”
Y yo me pregunté:
-¿Pero dónde leches me he metido?
-¿O es el mundo?
-¿O es que me he vuelto muy quisquilloso?
-¿Sabrá alguien tocar la gaita en este pueblo?
Esta última pregunta siempre me la hago cuando no me llega sangre al “celebro” o cuando me empiezo a poner nervioso.
Y mientras releía los dos últimos versos y me hacía estas y otras preguntas, una especie de campo energético se fue creando en mi interior como un tsunami, lo imaginé como una tormenta de meteoritos gástricos que se desplazó desde mi estómago cogiendo cada vez más velocidad, subió por mi esófago como el despegue del Apolo XIII, lo retuve unos instantes, abrí la boca y sin pensar solté un gigantesco eructo. Seco. Ronco. Masculino. Velludo. Arremangado. Paquetero.
Fue tan bestial que mi campanilla todavía sigue vibrando como hizo vibrar a la campana de la torre de la iglesia. Pero entonces, como por arte de magia, como si de una pócima que de invisible me hizo visible, como si alguien me hubiera clikeado en la pestaña de negrita y me hubiera remarcado, entré en consonancia con aquella gente. El camionero se giró y levantó el brazo saludándome, el conductor del Alsina me sonrió asintiendo con la cabeza, el gitanillo me devolvió otro de similares proporciones y los cuatro jinetes de la “Apocalipsis-Moto” me dijeron hasta luego al unísono. Incluso el niño cerró la puerta del balcón y salió por la terraza. No sé bien si es que entendió el mensaje o fue del susto.
¡Señoras!... ¡Señores!... Ahora lo comprendo todo. Yo me encontraba fuera de este mundo. Yo no hablaba el mismo idioma, a 42km 537m de mi casa todo sigue igual y probablemente a 1000km de aquí. El lenguaje que se habla ahora llega a los rincones más recónditos del mundo aunque uno quiera escapar. Y un servidor no puede quedarse atrás. O se evoluciona o te comen.
Por lo tanto y como conclusión final, en cuanto lleguen mis nuevos vecinos a casa, son las 2h 37 minutos de la madrugada del Viernes Santo y estarán a punto, voy a demostrarles que he entendido su mensaje, que entiendo su dialecto. Ahora comprendo que son felices, que por eso vociferan sin importarles la hora. Quieren demostrármelo. Que tienen la delicadeza de dormir durante el día para darme algunos minutos de descanso y que celebran su alegría con música y fiestas hasta altas horas de la madrugada. Que muchas veces el fondo este y el fondo oeste se ponen de acuerdo dejando a ras de suelo a cualquier megabotellón con su eco de felicidad. Supongo que invitándome a la fiesta de la vida.
¡Qué considerados!
¿Cómo no he podido entender la forma de transmitirme su regocijo?
Por eso, en “cuantito” lleguen, tocaré su timbre y nada más abrirme la puerta, les ofreceré uno de mis mejores eructos para darles la bienvenida.
-¿Pero dónde leches me he metido?
-¿O es el mundo?
-¿O es que me he vuelto muy quisquilloso?
-¿Sabrá alguien tocar la gaita en este pueblo?
Esta última pregunta siempre me la hago cuando no me llega sangre al “celebro” o cuando me empiezo a poner nervioso.
Y mientras releía los dos últimos versos y me hacía estas y otras preguntas, una especie de campo energético se fue creando en mi interior como un tsunami, lo imaginé como una tormenta de meteoritos gástricos que se desplazó desde mi estómago cogiendo cada vez más velocidad, subió por mi esófago como el despegue del Apolo XIII, lo retuve unos instantes, abrí la boca y sin pensar solté un gigantesco eructo. Seco. Ronco. Masculino. Velludo. Arremangado. Paquetero.
Fue tan bestial que mi campanilla todavía sigue vibrando como hizo vibrar a la campana de la torre de la iglesia. Pero entonces, como por arte de magia, como si de una pócima que de invisible me hizo visible, como si alguien me hubiera clikeado en la pestaña de negrita y me hubiera remarcado, entré en consonancia con aquella gente. El camionero se giró y levantó el brazo saludándome, el conductor del Alsina me sonrió asintiendo con la cabeza, el gitanillo me devolvió otro de similares proporciones y los cuatro jinetes de la “Apocalipsis-Moto” me dijeron hasta luego al unísono. Incluso el niño cerró la puerta del balcón y salió por la terraza. No sé bien si es que entendió el mensaje o fue del susto.
¡Señoras!... ¡Señores!... Ahora lo comprendo todo. Yo me encontraba fuera de este mundo. Yo no hablaba el mismo idioma, a 42km 537m de mi casa todo sigue igual y probablemente a 1000km de aquí. El lenguaje que se habla ahora llega a los rincones más recónditos del mundo aunque uno quiera escapar. Y un servidor no puede quedarse atrás. O se evoluciona o te comen.
Por lo tanto y como conclusión final, en cuanto lleguen mis nuevos vecinos a casa, son las 2h 37 minutos de la madrugada del Viernes Santo y estarán a punto, voy a demostrarles que he entendido su mensaje, que entiendo su dialecto. Ahora comprendo que son felices, que por eso vociferan sin importarles la hora. Quieren demostrármelo. Que tienen la delicadeza de dormir durante el día para darme algunos minutos de descanso y que celebran su alegría con música y fiestas hasta altas horas de la madrugada. Que muchas veces el fondo este y el fondo oeste se ponen de acuerdo dejando a ras de suelo a cualquier megabotellón con su eco de felicidad. Supongo que invitándome a la fiesta de la vida.
¡Qué considerados!
¿Cómo no he podido entender la forma de transmitirme su regocijo?
Por eso, en “cuantito” lleguen, tocaré su timbre y nada más abrirme la puerta, les ofreceré uno de mis mejores eructos para darles la bienvenida.
Qt. and A.
2 comentarios:
Lo que yo te diga... esto es la globalización, vayas donde vayas te encuentras un gritón o gritones dispuestos a ser la banda sonora de tu vida, por supuesto.
Lo que me deja perpleja es que con unos simples tapones amarillos para los oídos seas capaz de amortiguar esa melodía. Yo también he tenido trogloditas al norte y al sur, y no hay modo, toda la noche en vela, a pesar de los tapones.
Por unas casas de tabiques gordossss: vota Ángel for lehendakari, que coño!
Muac, Jelen
No quiero ser la más pelma del mundo, pero después de ver los vídeos de Mónica Naranjo solo puedo decir con recogimiento: qué sencilla es esta chica!!!.
Hasta para gritar se despoja de todo lo superfluo... perdón! hasta para cantar se despoja de todo lo superfluo... y solo queda esa nota armoniosa y melodiosa, como un cascabel afónico...
Vota a Qtanda!!!!!!
Jelen
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