Cuando era pequeño mi madre no quería comprarme las típicas meriendas de la hora del recreo que los demás niños sí llevaban. Pero un día, no me preguntéis por qué, a mi madre se le cruzó la neurona y me compró un croissant relleno de chocolate. Estuve esperando con mucha impaciencia el momento del recreo. Desde las nueve hasta las once mi cabeza solo podía pensar en aquella delicia de chocolate, por fin.
Sonó el timbre para salir al patio. Me agaché para recoger de debajo de mi pupitre la merienda envuelta en papel de estraza. Y todavía recuerdo aquel espacio vacío que estuve mirando durante segundos interminables. No había nada. Podía ver el infinito bajo aquella mesa. Sentí la desolación. Sentí el nada. El caos. El por qué.
No desayuné aquel día.
Todo siguió igual que hasta la fecha.
Nada de croissant de chocolate, como siempre.
Alguien se dio cuenta de que aquello era demasiado para mí.
Ya no quise nunca más una merienda de anuncio de TV.
El típico bocadillo de toda la vida fue con el que crecí y soñé.